Irrealidad virtual

  – Buenos días
  – Buenos días
  – Voy a dejarle claro una cosa, soy un cliente difícil. Me gusta estar a la última y tener tecnología puntera que nadie más tenga. ¿Qué me puede ofrecer?
  – Depende de lo que quiera gastar.
  – No tengo límite de presupuesto.
  – ¿Estaría dispuesto a vender su alma?
  – Vale, tengo límite de presupuesto, digamos 200.000 euros. Sin almas ni órganos de por medio, solo efectivo.
  – Deme un momento que miro en el almacén.

Una hora más tarde…

  – Aquí lo tengo, perfecto para usted.
  – Espero que sea bueno, voy a tener que quitarme las telarañas de encima.
  – Es tan exclusivo que no conozco a nadie más que lo tenga.
  – ¿Puedo probarlo antes de llevármelo?
  – No, pero si no le gusta le devuelvo el dinero durante los próximos dos meses, sin necesidad de gastarlo en la tienda.
  – Eso sí que no se ve todos los días. Me ha convencido, me lo llevo.
  – Serán 100.000 euros, lo tengo en oferta al 50%. ¿Efectivo o tarjeta?
  – Efectivo, soy de Bilbao.
  – Tengo que preguntar, a veces viene gente de fuera.
  – Lo comprendo. Supongo que lleva instrucciones.
  – Dentro de la caja tiene todo lo necesario para disfrutar del producto. Que lo disfrute.
  – Muchas gracias, hasta luego.
  – Agur. 

Un corto paseo hasta su casa y ya pudo abrir ese paquete de cartón marrón sin distintivos, del tamaño aproximado de un condensador de fluzo. Pero en vez de ser un componente de una máquina del tiempo eran unas gafas. Dentro de un plástico transparente venían unas gafas de pasta del mismo estilo que las de los Blues Brothers pero con cristales azulados en vez de negros. Encajado en otra zona del envoltorio venía un manual de instrucciones. Abrió el manual de instrucciones. Claro y conciso: «Gafas de irrealidad virtual. Abrir patillas, colocar la parte final de las patillas sobre las orejas y el puente de la nariz sobre la nariz.» Así lo hizo.

La primera impresión fue confusa. Sus paredes de color crema aparecían de color morado. El sofá vintage parecía sacado del Guggenheim y su televisión plana de 65 pulgadas se había convertido en una miniatura de 14 pulgadas y con tubo catódico. Parece que las gafas convertían la realidad buscando algo del mismo estilo pero opuesto. Pero hay cosas que no tienen una realidad contraria tan evidente y había que probarlo. Un cuadro de París que tenía colgado se transformaba en uno de Salamanca con la universidad en primer plano. Intrigante, habría que ver lo que ocurría con una foto real. Rebuscó en el móvil, su Iphone convertido en Pixel, y lo que eran sus fotos en Nueva York en lo alto del Empire State se convirtieron en panorámicas del desierto del Sahara.

Con los objetos parecía funcionar todo lo bien que se tendría que esperar de algo que no sabes lo que hace. El siguiente paso era el ser humano. Se miró al espejo para verse como Robbie Williams en el videoclip de Stop DJ, con todos los músculos del cuerpo al aire. Nuestro amigo tenía curiosidad por ver las espinas a su pez payaso pero al mirar el acuario lo vio lleno de lava verde con el pez convertido en caballito de mar azul fosforescente. Empezaba a creer que había hecho una buena compra. Quería comprobar lo que ocurría en el exterior. Las vistas de Bilbao y su ría se convirtieron en Córdoba, pudiendo observar termómetros con 46 grados. Las nubes desaparecieron para dar paso a un cielo arcoiris con tres soles de dimensiones gigantes y de color negro, marrón y lila respectivamente.

Nuestro protagonista nunca había tenido tantas ganas de bajar a la calle. Fue a comprar el pan a su panadería de toda la vida, con horno propio a lo largo de tres generaciones. Las gafas lo habían convertido en una baguetterie con pan de masa madre con trigo ecológico de comercio justo y con un horno solar de producción sostenible, además de tener una cafetería. Pero el quid de la cuestión era saber como afectaría todo a la dependienta, Filomena, la actual dueña de 75 años.


  – Buenos días
  – Buenos días
La voz no la cambiaba, un pequeño inconveniente. La verdad es que quedaba raro que una modelo de 1,80 con escote de infarto y vestido ceñido le hablara con voz de septuagenaria.
  – ¿Le pasa algo? Me estás mirando de una forma muy rara. ¿Tiene cataratas? Mi marido las tiene y a veces me mira así.
  – No tranquila. Deme una barra grande. Y no sabe la suerte que tiene con su marido.

Después de salir pensó que conducir sería una maravillosa forma de sacarle más partido a sus nuevas gafas. Por supuesto su Ford Fiesta se había convertido en un Ferrari. El interior de cuero, cuentakilómetros que llegaba hasta 500 km/h, incluso el ambientador de pino era ahora de Chanel. Por la carretera la sensación era extraña, a veces andaba por caminos de tierra, otras veces de hierba y otras acera normal. Era una persona responsable y conocía el camino por donde iba. Además de vez en cuando iba mirando por encima de las gafas y ni siquiera corría mucho.
El resto de coches también había cambiado. Ni el batmóvil, ni la furgoneta del Equipo A, ni el Aston Martin DB5 eran habituales. El coche de los Picapiedra podría llegar a ser real pero intuía que tampoco. Quiso comprobar si las pistas de tierra se convertirían en asfalto pero no, ahora eran de baldosas amarillas. Hacía mucho tiempo que no iba por allí pero conocía una vista espectacular escondida en plena naturaleza que quería comprobar.


Ahí estaba un precioso precipicio de vértigo con vistas al mar y una pequeña cala en uno de los recovecos de la costa. O al menos así era antes de ponerse las gafas. Ahora un hotel de 20 plantas estaba plantado delante de un mar de algas y al fondo una plataforma petrolífera rodeada de chapapote y petroleros.


  – Hay que ver lo que inventan los chinos.


Esa es la profunda reflexión que hizo. Profunda y última, porque la hizo justo antes de apoyarse en una barandilla que en realidad no existía y precipitarse hacia la realidad, mientras sus gafas volaban por el aire enseñando al mundo una imagen de nuestro desgraciado protagonista montado en un parapente dirigiéndose directo al suelo.

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